[Op-Ed] Rebelión en la granja.

Esta semana terminé de leer Rebelión en la Granja, un libro que suele leerse en la escuela

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Esta semana terminé de leer Rebelión en la Granja, un libro que suele leerse en la escuela sin ningún tipo de guianza hacia lo que verdaderamente significa su prosa. 

Quien repase sin prejuicios las peripecias del libro descubre que la fábula ovina-porcina funciona como un espejo de aumento; refleja no sólo a la Rusia de 1917, sino a cualquier colectividad que intente organizarse bajo la promesa de igualdad. La risa despertada por los animales alfabetizados dura lo que tarda en llegar la primera purga; después sólo queda el escalofrío, esa sospecha de que la broma describe mejor de lo deseable la lógica interna de los humanos. 

George Orwell no escribió una radiografía académica de la Revolución bolchevique sino que prefirió citar a Esopo y disfrazar a Stalin de verraco llamado Napoleón. Sin embargo, la sátira retrata con una impresionante exactitud el deslizamiento de un proyecto emancipador hacia la autocracia, algo que la crítica literaria convencional asocia de manera directa con la experiencia soviética, de la euforia de 1917 a las purgas de los años treinta. La granja expulsa a Jones, pero cada acto de emancipación trae de regalo un reglamento y un buró de cerdos con mejor caligrafía que conciencia.

Visto desde la sociología, el desenlace era casi predecible. Robert Michels formuló hace un siglo la “ley de hierro de la oligarquía”, convencido de que toda organización, por democrática que nazca, termina monopolizada por una élite que sabe leer las actas y cerrar las puertas a tiempo. En la novela, ese principio adopta forma de hocico rosado, los cochinos dominan los comités, modifican los mandamientos y, cuando se agota la tinta, imponen sus reformas con colmillos enfurecidos.

Nada de esto impide que la granja necesite un mito de origen. Old Major encarna la autoridad profética; tras su muerte, el carisma se trasplanta a las figuras de Snowball y Napoleón. Max Weber habría aplaudido la escena pues la autoridad carismática es magnética, pero inestable, y por eso se “rutiniza” en cargos, uniformes y perros guardianes que sustituyen la devoción por la obediencia administrativa. A cada ladrido que sofoca el disentimiento, el carisma original se diluye y nace la burocracia.

Con el control de la granja asegurado, los puercos profesionalizan la desigualdad. Las vacas son ordeñadas, las gallinas cumplen cuotas de huevo y los caballos arrastran piedras para construir un molino que modernizará la producción. La división del trabajo, estudiada en todas las facultades de sociología, aparece maquillada de eficiencia, cada cual contribuye “según su capacidad”, pero los beneficios se reparten “según el apetito de Napoleón”. La promesa de reciprocidad se distorsiona a voluntad de los más poderosos, leche y manzanas para la dirección, heno racionado para la masa.

Quien crea que se trata de un caso excepcional debería girar la vista. La fábula sugiere que la corrupción no se origina en un defecto ideológico, sino en la simple asimetría de información y fuerza. Hannah Arendt avisó que la violencia ocupa el lugar donde el poder legítimo se erosiona; los látigos de los perros, o los tanques en la Plaza Roja, ilustran ese momento en que la palabra ya no convence y el miedo se vuelve argumento. 

Queda en la mente la cuestión más incómoda ¿por qué ningún animal rompe el hechizo, incluso si hay animales más grandes y fuertes que los dirigentes? La novela insinúa que el sometimiento no siempre obedece al miedo; también hay pereza cognitiva, ese alivio que proporciona delegar la toma de decisiones en un puñado de especialistas. La sociología del conocimiento habla de “ignorancia estratégica”, saber menos puede resultar cómodo cuando la información exige actuar. Así, la yegua Clover sospecha, pero no protesta; el burro Benjamín comprende, pero encoge los hombros. La granja se hunde en su propia autocomplacencia.

Conviene subrayar que Orwell no demoniza la organización colectiva; denuncia, más bien, la ausencia de controles. Si el poder corrompe, lo hace en proporción directa a su opacidad. Las sociedades que diseñan contrapesos (prensa libre, tribunales incómodos, sindicatos independientes) reducen la probabilidad de que un Napoleón escriba sus leyes a martillazos.

Al cerrar el libro, la escena final de cerdos y humanos brindando indistinguibles deja una gran advertencia, la frontera entre explotador y emancipador se borra cuando falta la memoria colectiva. Recordar cómo empezó la revuelta es un acto de higiene política; olvidar permite que el ciclo se repita con actores nuevos y resultados viejos. Rebelión en la granja persiste en los planes de estudio porque recuerda que las instituciones nacen de los ideales, pero sobreviven merced a la contabilidad, los archivos y la vigilancia mutua.

En última instancia, el relato agro-distópico demuestra que la pregunta no es si habrá líderes, sino bajo qué condiciones esos líderes rendirán cuentas. La granja fracasa porque confunde el entusiasmo con la supervisión; cualquier sociedad que imite el error cosechará el mismo destino. Orwell replica, entre dientes y con ironía devastadora, que los cimientos de la libertad están en la sospecha organizada. 

Por ello, quien lea esto, debe saber que alguien en algún corral está contando las manzanas.

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