[Op-Ed] La ingenuidad.
Antes de conocerla, sus ojos. Claros como mañanas sin promesas que cumplir.
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Antes de conocerla, sus ojos. Claros como mañanas sin promesas que cumplir.
No sabía. No podía saber. Cada respiro, inconsciente. Cada latido, un derecho adquirido desde el nacimiento.
La muerte era palabra ajena, noticia en papel que se arruga, historia que no le pertenecía. Desconocía el peso exacto de la ausencia, ese espacio que no se llena con nada. Jamás.
Vivir así es flotar sin conciencia de las profundidades. Es correr sin certeza del abismo. Es reír sin entender el privilegio del sonido que escapa entre los labios.
Hasta que octubre vistió de gris la casa.
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Entonces el mundo se quebró en mil fragmentos. Lo supo al instante, hay un antes y un después del primer adiós definitivo. El tiempo, antes infinito, se reveló contable. Los rostros amados, antes eternos, mostraron su fragilidad.
El miedo llegó primero como ahogo. Luego como temblor en las manos que antes sostenían el mundo con despreocupación. Finalmente como insomnio, como pregunta circular sin respuesta.
Pero después...
Después vino lo inesperado. La claridad. El hambre de presentes. La sed de ahoras. La muerte materializada no encadenó su espíritu, lo liberó.
Lo que antes pasaba desapercibido ahora resplandece, el roce de una mano, el sabor del pan caliente, la música del viento entre las hojas. La consciencia del fin convirtió cada instante en tesoro irreemplazable.
La finitud, al fin comprendida, le dio el regalo paradójico de la plenitud.
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